Aquellas navidades las pasamos en París, bajo las luces de la capital bohemia emborrachándonos con Pinot Noir en el Gran Hotel y frecuentando los cosmopolitas cafés que estaban al lado de la universidad.
O por lo menos, esas eran las escenas pintadas en las postales que nos mandó Raquel al piso en el pueblo de tus padres.
Viajamos a muchos lugares aquel invierno; con Óscar a Rusia y con tu hermana a San Francisco, todo sin movernos del cuartucho alquilado de 40 metros cuadrados que compartíamos.
Una noche, mientras la lasaña se descongelaba en la mesa de la cocina y oíamos el telediario en ese incómodo silencio que intenta reavivar algo que está muerto y se apoya únicamente en la comodidad de la rutina, me preguntaste si me gustaría viajar.
¿Adónde? – te pregunté.
Fuera- dijiste, y le diste un trago a la cerveza.
Me reí. Te dije que me daban miedo las alturas y dejamos aparcado el tema.
Más tarde te enterarías de que yo no tengo vértigo, lo que a mí me da miedo, sin embargo, es el compromiso, el pagar en un restaurante a medias, las puertas abiertas al ir al baño, elegir moqueta e intercambiar recetas de cocina con las demás madres.
Hacer el amor solo en fin de año.
Que me salgan estrías. Ojeras.
Tener un trabajo de oficina.
A mí las alturas no son lo que me dan miedo, a mí lo que me da miedo es echar raíces.
Foto: Ídem
Tanto miedo a quedarnos, y quizás no sabemos si de esas raíces nacerán los troncos más bellos que la historia contemplará. Muy bueno, me ha gustado mucho. Un saludo.
Me gustaLe gusta a 1 persona